lunes, 29 de junio de 2009

La fé católica de los pueblos de España.

La Fe Católica de los Pueblos de España

Instrucción de la Comisión Permanente del Episcopado con motivo de la conmemoración del XIV Centenario del III Concilio de Toledo.

El próximo año de 1989 se cumplirá el XIV Centenario de la celebración del III Concilio de Toledo, acontecimiento de gran trascendencia en la historia civil y religiosa de nuestra Patria que juzgamos debe ser conmemorado por las consecuencias que tuvo para la fe católica de la Península Ibérica y aún en otras regiones de Europa

El cristianismo había sido predicado en España desde los tiempos apostólicos y lentamente, mediante el esfuerzo admirable de sus pastores y el testimonio de los mártires en la época de las persecuciones, los pobladores de la mayor parte de la Península los hispano-romanos, habían ido asimilando y propagando un concepto católico de la vida como correspondía a la fe que profesaban.

La Conversión de los Visigodos

La invasión de los visigodos en los primeros años del siglo V alteró esta situación. Con ellos entró el arrianismo que dio lugar a la aparición de una nueva Iglesia con las funestas consecuencias de toda índole que traía la división y el enfrentamiento. Hasta que la conversión de Recaredo en 587 y sus actuaciones posteriores hicieron posible en 589 la celebración del III Concilio de Toledo, la célebre asamblea en que se hizo solemnemente la abjuración del arrianismo y comenzó la unidad religiosa de España en la fe católica.

En aquella ocasión San Leandro de Sevilla pronunció una bella homilía que es un canto de alegría y de acción de gracias a Dios por la incorporación de los visigodos arrianos a la unidad de la Iglesia Católica: "porque así como es cosa nueva la conversión de tantos pueblos, del mismo modo hay el gozo de la Iglesia es más elevado que de ordinario. Prorrumpamos, pues, todos: Gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad, porque no hay ningún don que pueda parangonarse a la caridad, y por eso está por encima de todo otro gozo, porque se ha hecho la paz y la caridad, la cual tiene la primacía entre las virtudes" (1).

Los historiadores reconocen de buen grado que después de la conversión se produjo un largo siglo de esplendor cultural, igual y, en ciertos aspectos, superior al de los otros reinos bárbaros de su tiempo que fue obra fundamentalmente de la Iglesia. Los nombres de Leandro e Isidoro de Sevilla, Braulio y Tajón de Zaragoza, Idelfonso y Eugenio de Toledo, Quirico de Barcelona, Martín Dumiense de Braga, Masona de Mérida... Ias escuelas abaciales y catedralicias... Ia liturgia hispana tan rica y floreciente... y en el ámbito civil las disposiciones que fueron surgiendo contra la opresión de los oficiales de justicia y del fisco y oponiéndose a veces al despotismo del príncipe, hablan con elocuencia de los logros que se iban consiguiendo.

La unidad en la Fe a lo largo de los siglos

Esta unidad de fe se mantuvo durante los siglos de la invasión musulmana y fue factor decisivo de la opción de los pueblos de España, por la que salieron fortalecidos en sus convicciones religiosas. Así se desarrolló, especialmente a partir de 1492, una larga etapa que ha llegado hasta nuestros días, durante la cual tanto en el interior de la Península como en el continente americano que entonces se descubría, se creó y propagó una cultura católica de extraordinaria significación y relevancia (2).

La obra realizada en España a lo largo de estas centurias nos permite recoger enseñanzas del pasado que nos ayudan a reflexionar sobre el futuro ya que nada sólido puede proyectarse en la vida de los individuos y los pueblos, si no es a partir de la propia tradición e identidad.

Durante este largo periodo la Iglesia ha prestado insignes servicios a la sociedad española, tanto de índole espiritual como material y humano, simplemente por el hecho de cumplir con su misión en los variados campos a que ésta se ha extendido. La fe hondamente sentida, dio lugar a una realidad social de signo católico con características propias junta a otros pueblos y naciones de Europa, y en una relación particularmente estrecha con los de América.

No se puede entender la historia de España sin tener presente la fe católica con toda su enorme influencia en la vida y cultura del pueblo español. lo manifestamos sin arrogancia, pero con profunda y firme convicción.

Por lo mismo consideramos que es un burdo error y una actitud antihistórica querer educar a las nuevas generaciones procurando deliberadamente el olvido o la tergiversación de aquellos hechos que, sin la fe religiosa, no tendrán nunca explicación suficiente.

Fue la Iglesia la que salvó de la desaparición el patrimonio de la cultura grecolatina, matriz donde se gestó la nuestra occidental copiando los libros clásicos junta con los de su propia tradición bíblica y patristica. La fe católica movió voluntades y sentimientos para crear espléndidos monumentos artísticos de que está sembrada la geografía peninsular: monasterios, iglesias, catedrales, en todos los estilos, que no pueden contemplarse sin admiración. La pintura, la escultura, la orfebrería, la música y todas las artes han alcanzado cimas inigualables en su expresión religiosa y encontraron sus mejores mecenas en hombres de la Iglesia. Como son también obra suya la mayor parte de las Universidades antiguas y una vasta red de escuelas de todo tipo, mucho antes de que el Estado tuviera una política escolar definida, por medio de las cuales ha sacado de la barbarie o de la mediocridad a millones de españoles. En el campo de las literaturas hispánicas es incalculable la labor de clérigos y laicos cristianos, como es notorio a toda persona cultivada.

La aportación en recursos y en hombres de las grandes tareas nacionales o consideradas como tales a lo largo de los siglos es amplisima. En obras asistenciales o caritativas ninguna otra institución puede exhibir un conjunto de realizaciones tan extenso, ni un número tan elevado de sacerdotes, religiosos, religiosas y laicos, con frecuencia anónimos, que han consumido sus vidas, sin ninguna contraprestación ni relevancia, al servicio del pueblo y de la fe.

De manera particular se pone esto de manifiesto en la admirable empresa de la evangelización de América y de otros países de Africa y de Asia llevada a cabo por la Iglesia española. Los propios naturales de esos pueblos encontraron en la Iglesia la mejor defensa de sus derechos y de su consideración como seres humanos.

El balance de estos catorce siglos de unidad en la fe católica -pese a las inevitables deficiencias inherentes a toda obra humana- es evidentemente positivo. Los católicos españoles asumimos nuestra historia en su integridad, incluso los errores y los excesos. Estimamos que en ella son muchas más las luces que las sombras.

Una Cultura Católica

Esa cultura católica a la que estamos refiriéndonos fue a la vez causa y efecto de la incorporación de todo un pueblo a la vida de la fe sentida en lo más íntimo de la conciencia y profesada abierta y públicamente en todo momento. Las vocaciones sacerdotales y religiosas en tan gran número, los misioneros que salían de España a todas las regiones del mundo, los grandes fundadores o reformadores de Ordenes religiosas como Santo Domingo de Guzmán, San Ignacio de Loyola, Santa Teresa de Jesús y San Juan de la Cruz, San José de Calasanz y los que han seguido después hasta los siglos XIX y XX; los teólogos y juristas cuyos libros eran estudiados y comentados en las Universidades de Europa en muchas de las cuales sentaron cátedra eminentes profesores españoles fueron posibles gracias a que había detrás una Jerarquía y un pueblo en cuyo seno recibían vigoroso impulso sus grandes ideales cristianos. La familia española, durante todos estos siglos en unidad católica, mantuvo encendida la llama de la fe y de la piedad con su profunda devoción a Cristo, a la Sagrada Eucaristía y a la Virgen María, y su amor a la Iglesia.

Por muchos fallos que existieran, predominó en todas las clases sociales un hondo respeto a las exigencias del sacramento del matrimonio y una clara y arraigada conciencia que hacia asumir a todos su responsabilidad en la educación de los hijos. De estas familias y de esa Iglesia han surgido en todo tiempo innumerables y auténticos "testigos del Dios vivo", es decir, santos y santas, mártires, evangelizadores y confesores de la fe que son motivo de admiración y gratitud a Dios por parte de todos los que saben apreciar el valor de una orientación cristiana de la vida. Esos santos no sólo han dado gloria a Dios; también han prestado espléndidos servicios a los hombres y a la sociedad civil.

Reconocemos, no obstante, que en esa sociedad católica de la que hablamos no se prestó atención con la intensidad y coherencia que eran exigibles, a las obligaciones de índole económicosocial especialmente en el ámbito de las estructuras sociales que, de haber sido cumplidas, quizás se habría podido evitar en gran parte la descristianización de grandes sectores del pueblo en los siglos XIX y XX. Por esto, naturalmente, no es atribuible la unidad católica existente, sino que se produjo a pesar de que existiese.

Nuestra Fe Católica en los nuevos tiempos

La situación en que vivimos es muy distinta. Tras muchas vicisitudes de nuestra historia de los siglos XIX y XX, podemos decir que la época de la unidad católica y de Estado confesional, en la forma en que se vivió en España, ha pasado ya. Los cambios culturales y políticos que venían produciéndose en nuestra sociedad desde hace tiempo dieron paso a formas de vida social ajenas a la fe católica. Ante esta nueva situación la Iglesia en España ha asumido sin reticencias las enseñanzas del Concilio Vaticano II, especialmente la doctrina de la Declaración sobre la libertad religiosa, la Constitución Pastoral Gaudium et Spes y documentos sobre el ecumenismo y sobre el diálogo con otras religiones. Por otra parte la Constitución de 1978 y los Acuerdos entre la Santa Sede y el Estado Español de 1976 y 1979, sitúan a la Iglesia en un sistema de relaciones con el Estado y en una perspectiva distintas de la que secularmente hemos vivido.

Esto no obsta para que los católicos vivamos nuestra fe con gozo, con renovado vigor, en la unidad de la Iglesia, con talante evangelizador. En el contexto de la presente realidad social, en la que existen amplios sectores influidos por una concepción materialista y agnóstica de la vida, hemos de procurar que se mantenga la comunión de fe de los católicos españoles al servicio del Evangelio, privada y públicamente. Esta unidad eclesial en la fe es compatible con la legítima pluriformidad de opciones en todo aquello que no afecta directamente a la integridad de la fe católica, dentro del diálogo constructivo y de la caridad fraterna.

A pesar de los cambios mencionados, no se ha extinguido ni se extinguirá nunca el honor de haber contribuido a crear una cultura católica como la nuestra y la obligación de realizar la síntesis entre la fe y cultura, fe y vida, en el presente y en el futuro, en respetuosa convivencia con grupos o sectores sociales que no tienen una visión cristiana de la vida. Esto exige una actitud de discernimiento creativo ante los nuevos valores culturales, en plena comunión de fe con toda la Iglesia: "la síntesis entre cultura y fe no es sólo una exigencia de la cultura, sino también de la fe... Una fe que no se hace cultura es una fe no plenamente acogida, no totalmente pensada, no fielmente vivida" (Juan Pablo II, 3 de noviembre de 1982, en la Universidad Complutense de Madrid).

Al evocar lo que ha sido la unidad católica de España lo hacemos persuadidos de que fue un gran bien que merece ser conocido y valorado positivamente. Pero no tratamos de detenernos en el recuerdo del pasado. Miramos hacia el futuro y exhortamos a todos los que comparten nuestra fe a vivirla con ejemplaridad, a defenderla, a propagarla, a hacerla fecunda también hay en obras y empresas al servicio de Dios y de los hombres.

Es natural que la "obediencia de la fe" (Rom 1,5) haya tenido condicionamientos históricos, geográficos, humanos. "Es tarea de los estudiosos examinar y profundizar todos los aspectos políticos, sociales culturales y económicos que comportó la fe cristiana". Pero al mismo tiempo "sabemos y subrayamos que, cuando se recibe a Cristo mediante la fe y se experimenta su presencia en la comunidad y en la vida individual, se producen frutos en todos los campos de la existencia humana. Pues el vinculo vivificador con Cristo no es un apéndice en la vida, ni un adorno superfluo, sino su verdad definitiva" (Juan Pablo II, Euntes in mundum, con ocasión del milenio del Bautismo de la Rus de Kiev n. 2).

UNA MIRADA HACIA El FUTURO

Nuestro propósito, pues, al recordar, con mirada de fe, el hecho histórico de la unidad católica fraguada en el III Concilio de Toledo, no es suscitar un sentimiento de nostalgia, sino dar gracias a Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo por el don de la unidad en la fe e invitar a las comunidades católicas de los diversos pueblos de España a reflexionar sobre lo que esta fe ha representado en nuestra vida y en nuestra cultura, como elementos de nuestra propia identidad histórica a lo largo de mil cuatrocientos años. Esta herencia de fe, renovada a la luz de las enseñanzas del Concilio Vaticano II, constituye una llamada a la responsabilidad cristiana ante el presente y el futuro de nuestra sociedad.

Celebraremos diversos actos culturales y religiosos de ámbito diocesano o supradiocesano que nos ayuden a conocer mejor nuestro pasado con la mirada puesta en las grandes tareas evangelizadoras que la Iglesia debe llevar a cabo en nuestro tiempo. La nueva evangelización a la que el Papa nos invita requiere una renovación espiritual profunda, en la que podemos aprender mucho de los grandes santos, de los misioneros, de los teólogos y juristas que supieron ser fieles al Evangelio en su tiempo.

En nuestros documentos "Testigos del Dios vivo", "Cristianos en la vida pública" y "Constructores de la paz" así como en el plan de acción de la Conferencia Episcopal "Anunciar a Jesucristo en nuestro mundo con obras y palabras", hemos expuesto cuáles son las tareas más urgentes y cuál debe ser la presencia pública de la Iglesia en nuestra sociedad.

Nuestra Iglesia, en esta hora de España, al recordar personas y acontecimientos importantes de la historia de nuestra fe, se siente llamada a vivir y promover para nuestra época una cultura de la fraternidad, de la solidaridad, de la justicia y de la paz, del diálogo, del desarrollo integral de la persona humana, según las enseñanzas del Concilio Vaticano II.

Agradecemos a Su Santidad Juan Pablo II el explícito y reiterado reconocimiento público que en tantas ocasiones ha hecho de la historia de la Iglesia en España y su proyección misionera no sólo cuando ha visitado nuestro país sino también en tantos lugares de América y aún de Asia y de Africa a donde le ha llevado su afán apostólico: "Esa historia, a pesar de las lagunas y errores humanos, es digna de toda admiración y aprecio. Ella debe servir de inspiración y estimulo para hallar en el momento presente las raíces profundas del ser de un pueblo. No para hacerle vivir en el pasado, sino para ofrecerle el ejemplo a proseguir y mejorar en el futuro.

No ignore, por otra parte, las conocidas tensiones, a veces desembocadas en choques abiertos que se han producido en el seno de vuestra sociedad y que han estudiado tantos escritores vuestros.

En ese contexto histórico-social, es necesario que los católicos españoles sepáis recobrar el vigor pleno del espíritu, la valentía de una fe vivida, la lucidez evangélica iluminada por el amor profundo al hombre hermano. Para sacar de ahí fuerza renovada que os haga siempre infatigables creadores de diálogo y promotores de justicia, alentadores de cultura y elevación humana y moral del pueblo. En un clima de respetuosa convivencia con las otras legitimas opciones, mientras exigís el justo respeto de las vuestras". (Juan Pablo II, 31 de octubre de 1982, en el aeropuerto de Barajas, Madrid).

(23-lX-1988)


(1) J. VIVES, Concilios visigóticos e hispano-romanos, Barcelona-Madrid 1963, Concilio III de Toledo, p. 107108, MANSI 9,1005 en Historia de la Iglesia en España, dirigida por RICARDO GARCIA Villoslada, t. I, p. 413, ed. BAC, Madrid 1979).


(2) C'r. Historia de la Iglesia en España dirigida por RICARDO GARCIA Villoslada, introducción general p. XlII-XlIX.

La ''Libertad''

Por Alvaro D´Ors

En el pensamiento occidental, la "libertad" se halla oscurecida por la concurrencia de dos significados de ese término: uno negativo y otro positivo, que dan a aquella idea cierta persistente ambigüedad, tanto más por cuanto el significado positivo parece dar el contenido material del negativo, que es puramente formal.

Libertad: esencia y accidente

El significado negativo, que es el propio de la mentalidad romana, de la libertas, consiste simplemente en no estar "dominado", es decir, en no hallarse sometido, como están los esclavos, a un dominus, cuya voluntad inhibe en absoluto la del sometido a ella, esto, sin perjuicio de que pueda darse una potestad similar sobre los liberi, que son, por antonomasia, los hijos y descendientes legítimos de estirpe viril, a favor del jefe de familia, del Pater familias.

Esta libertas se identifica, en la concepción romana, con la ciudadanía, la civitas, pues la posible libertad de los no-romanos es algo muy diferente de la libertas ciudadana, no sólo por las diferencias de orden público, sino también porque la patria potestad a la romana es algo desconocido entre los pueblos extranjeros.

El segundo significado, por su parte, es positiva, y no corresponde al concepto romano de libertas, sino al germánico de "freedom": se cifra en el derecho para una determinada facultad de las personas, de comerciar, viajar, publicar, etc. Esta libertad no debe confundirse con la idea negativa de libertas. La libertas es esencial y carece de contenido -se es libre por no tener dueño y no para hacer tal o cual cosa-, en tanto la "freedom" es accidental y no se concibe sin un contenido concreto. Por ello mismo, la libertas es indivisible, en tanto esas otras libertades o derechos de actuación son siempre limitables; su limitación puede ser por distintas causas, como, por ejemplo, el sexo, la edad, la mala fama personal, la extranjería, etc.

La diferencia entre estos dos significados, negativa y positiva, se exterioriza por la referencia o no de la libertad a una determinada facultad de actuación personal. Cuando se determine el contenido material de una libertad, no puede tratarse ya de la libertas, la genérica y formal de no hallarse sujeto a un dueño, sino de la de un concreto derecho para tal o cual actuación. Así, la libertad política y la religiosa deben entenderse como referidas a un concreto, derecho de actuar, en lo político o en lo religioso sin infringir unos límites de licitud, porque la existencia de unos limites de licitud es indispensable para que se pueda hablar de un derecho, sin caer en una absurda ausencia de concreción, o libertinaje, pues también el libertinaje precede de una confusión entre la libertas indivisible y las libertades concretas, que, por su misma naturaleza, no pueden ser ilimitadas. Esta diferencia es importante para entender lo que se dirá a continuación, ya que las libertades política y religiosa sólo puede concebirse como limitables.

Cuestión aparte es la de en qué medida estas facultades concretas son o no de derecho natural, pues es claro que una supresión del derecho natural, aunque no atente contra la libertas -por ejemplo, la ley del divorcio-, puede considerarse como "injusta", es decir, como contraria al ius, concretamente al ius naturale. Lo paradójico es que, actualmente, los que parecen más celosos defensores de las libertades concretas son precisamente los que no admiten la existencia de un derecho natural. Se les podría preguntar acerca del fundamento que tienen para afirmar la necesidad del reconocimiento de determinados derechos, y su respuesta sería, seguramente, la de que se trata de exigencias de la Democracia, no del derecho natural, que ellos niegan, sin advertir que lo que con ello hacen es erigir un accidental régimen de gobierno en exigencia de una superior justicia, que sólo puede defenderse como "natural".

Hasta qué punto esa substitución de lo natural por la voluntad de la mayoría es un recurso del todo artificial podrá apreciarse por cuanto se dirá a continuación sobre las libertades política y religiosa, que son distintas, pero se hallan íntimamamente relacionadas entre sí. En efecto, la libertad política, en principio, consiste en poder optar por la adhesión al grupo de presión políticaa que la voluntad pueda elegir, y la libertad religiosa, en poder optar por la confesión pública de una determinada manifestación religiosa. Conviene considerar separadamente ambas facultades, para luego ver la relación que existe entre ellas.

Libertad política y derecho natural

Cuando se habla de libertad politica, no nos referimos a las opiniones políticas que pueda uno tener para si, sino a la exteriorización pública de tales opiniones y a la adhesión a grupos políticos -se puede pensar en "partidos"- que entran en lucha por alcanzar el poder sobre una determinada comunidad. Y la cuestión es ésta: ¿en qué medida debe considerarse injusta y no conforme al derecho natural la supresión de tal libertad de adhesión a un partido político, es decir, la supresión de los partidos en la vida política? En realidad, no se trata ya de la contraposición de opiniones frente a una cuestión de la vida comunitaria, sino de la constitución de partidos, no accidentales, sino estables y destinados a conseguir el poder.

Parece evidente que la existencia de partidos políticos estables no es una exigencia del derecho natural sino una exigencia de la Democracia, que, ella misma ya, es una forma accidental y no de derecho natural, a pesar del error hoy muy difundido de que la Democracia, con sus partidos políticos estables, ha sido erigida por el Magisterio de la Iglesia en un régimen esencial del derecho natural, contra lo que fue una tradición extraña a dicho régimen.

Que la Democracia no es una exigencia del derecho natural resulta evidente por el mismo hecho de que, si la voluntad de la mayoría y la igualdad política son admitidas, difícilmente puede luego negarse el valor de las decisiones democráticamente tomadas, aunque atenten contra la libertad de la Iglesia y contra el Derecho natural. Esta teoría democrática moderna no derive de la antigua democracia griega, sino de los errores del Conciliarismo que aparece con el Cisma de Occidente, errores justamente condenados por la Iglesia. No sorprende, pues, que al paso de los aires democráticos se haya resucitado la causa de tales errores. A este respecto, debo observar cómo he encontrado yo resistencia al sostener que el Concilio Ecuménico carece de potestad de gobierno -aunque la misma "lumen gentium" (cap. 23) lo diga- y tiene sólo una autoridad de magisterio sometida siempre a la potestad del Papa. Porque es inevitable que los defensores de la Democracia tiendan a introducirla también en la Iglesia, contra lo que es esencial en ella, que es el haber sido fundada por Jesucristo y no por el acuerdo de los hombres. Otra cosa es que la iglesia para reconocer la legitimidad de la potestad civil, requiera un cierto grado de reconocimiento social de tal poder: se trata de una condición para autorizar tal potestad y no de proclamar el principio democrático; entre otras cosas porque tal reconocimiento social no siempre se manifiesta en forma de sufragio indiscriminado.

Podría pensarse acaso que la formación de partidos políticos es una consecuencia de la libertad natural de asociación. Pero, a este respecto conviene hacer una observación jurídica importante. lo que debe considerarse como natural es que las personas puedan convenir entre ellas una actividad común para un fin lícito, es decir, el contraer un contrato de sociedad, el hacerse "socios" entre si; pero se olvida que el contrato de sociedad, por si mismo, no implica una asociación con personalidad jurídica colectiva, como la de los partidos, distinta de la individual de los socios que contraen la sociedad. En efecto, se olvida muy frecuentemente que la personalidad jurídica sólo se justifica por el servicio que rinde al bien común, y que, por tanto, sólo puede existir por concesión del que tiene encomendada la custodia del orden público; la Iglesia así lo demuestra al no admitir que sus fieles constituyan asociaciones sin la autorización y control por parte de la potestad eclesiástica. Ahora bien, el recurrir al voto para tomar una decisión es lo propio de la personalidad jurídica, que, al no poder hacer declaraciones ella misma por ser un ente puramente jurídico, requiere, no sólo un representante, sino también la constitución de una voluntad declarable e imputable a tal ante, y para ello se vale del procedimiento de la votación de sus miembros.

Así pues, ni la Democracia, ni sus partidos políticos son de derecho natural, pues ese régimen permite decisiones contrarias al derecho natural, y es absurdo que el derecho natural entre en contradicción consigo mismo.

Partido confesional y estado confesional

Pero volvamos a la libertad política. Ante la amenaza de partidos políticos contrarios a la libertad de la Iglesia ¿qué sentido puede tener la libertad de opción de partido político? Porque el que los fieles se repartan, en uso de tal libertad, entre partidos minoritarios no sirve más que para dividir la posible fuerza de los que deben defender a la Iglesia. ¿No será más prudente unirse en un solo frente para impedir el dominio del partido hostil a la iglesia? De hecho, el problema, que se da efectivamente en la vida política de las democracias, suele resolverse con la intervención de la misma Iglesia en peligro, que alerta a los católicos con el fin de que no abusen de su libertad política y procuren, en cambio, aunarse para poder combatir al partido enemigo; es decir: se impone a la Iglesia una discriminación del enemigo, y, en este sentido, no puede abstenerse de la política. De esta suerte, surge espontáneamente la necesidad de un único partido confesional favorecido por la Iglesia; y no baste entonces que este partido se rotule "cristiano" o "católico", sino que es menester que sea realmente y declaradamente confesional y beligerante.

¿Cuándo deja de ser necesario el partido confesional y se puede practicar la libertad política sin mayor escrúpulo? Cuando la Iglesia, defensora del derecho natural, no sufre hostilidad. Pero esta exclusión de la hostilidad contra la Iglesia sólo se puede conseguir en un Estado que sea confesionalmente católico, que no tolere la existencia de una fuerza contraria a la Iglesia y al derecho natural. Nos encontramos así con esta alternativa: o hay un estado católico, y entonces se puede dejar libre la opción política, o no lo hay y existe el riesgo de hostilidad, y entonces hay necesidad de un partido confesional que haga frente a tal hostilidad. En otros términos: hay que elegir entre Estado católico o partido católico. Pero esta alternativa de confesionalidad se enlaza con la cuestión de la libertad religiosa. Son dos cuestiones, como se ha dicho, distintas, pero que no pueden separarse, ya que hemos llegado a ver la necesidad de un Estado católico para que los católicos puedan disfrutar de la libertad política.

La libertad religiosa

La libertad religiosa ha sido solemnemente proclamada por el Magisterio de la Iglesia, concretamente en la "Dignitatis humanae" de Pablo Vl. Dejando aparte la reserva de que se trata más de "libertad" que de "dignidad" -lo que nos llevaría demasiado lejos en el tema de la dignitas-, este principio debe ser respetado como fundamental de la Moral católica, pero debe ser bien entendido en cuanto a sus limites pues la misma Iglesia lo enuncia como derecho a elegir el camino de la verdad religiosa y no como libertad para el error.

En efecto, este principio debe entenderse en el sentido de que no debe coaccionarse a nadie para que rechace un determinado credo o se adhiera a él, es decir, como una libertad de las conciencias para vivir la verdad religiosa, pero la cuestión está en puntualizar lo que se entiende por coacción, ya que, para la Iglesia, no puede haber duda acerca de la verdad y el error en religión. Porque toda predicación de la verdad podría verse como coacción-y eso ha llevado a algunos a abstenerse de todo apostolado, y de las misiones-, pero es claro que la Iglesia no lo considera así, aunque tampoco puntualiza dónde empieza la coacción, y ahí está nuestro problema para la aplicación político de ese principio.

Es, desde luego, improcedente pensar que la libertad religiosa implica la equiparación de todos los credos, o incluso de los monoteisticos, como si la Iglesia católica no estuviera segura de que sólo su credo es el verdadero. Así, se trata de no castigar el error religioso en la búsqueda, por las conciencias, de la verdad, que no puede imponerse por la fuerza, es decir por la amenaza de un mal intolerable, sin por ello dejar de denunciar el error. Esta denuncia no es una coacción, a efectos de la libertad religiosa.

La cuestión está en cómo una comunidad tradicionalmente católica, en la que se ha vivido la confesionalidad del Estado, puede aplicar ese principio sin deterioro de su propia entidad histórico-politica. Tal es el caso de España, donde el abandono intermitente y accidental de su confesionalidad resulta haber contribuido siempre a la pérdida de su identidad histórica.

Un régimen aconfesional se explica tan sólo en aquellos pueblos que, por haber sufrido la ruptura de la unidad religiosa, como no ocurrió en España, debe aceptar un régimen de neutralidad religiosa, es decir, de agnosticismo, para poder vivir en paz; pero no es neutral cuando ese agnosticismo -o el anticatolicismo sin más- se ha convertido en dogma oficial: también tal Estado es confesional y no pluralista. En ese sentido no puede negarse la dificultad que encuentra un Estado católico para perder sus confesionalidad y crear una ética pública convencional, desarraigada de todo credo, a la que se ajusten sus leyes, como puede haber ocurrido en pueblos que han nacido como pluralistas en lo religioso, sobre todo, pueblos coloniales cuya sociedad se ha formado por la afluencia de emigrantes de distintos credos y razas, en los que, precisamente por faltar la unidad religiosa, se ha impuesto desde su origen la necesidad de una ética legal y convencional. El caso de España es ilustrativo: al eliminarse la tradición católica se ha hecho imposible toda ética pública, con grave repercusión en el deterioro de la moral privada. Negar este hecho es negar la evidencia.

Oficialidad o indiferencia

Entre los liberales del siglo XIX -desde que introdujo esta distinción el Padre Curci, en un articulo de la "Civiltá Cattolica" de 1983-, cundió eI recurso de distinguir entre la "tesis" y la "hipótesis" para tratar esta cuestión de la oficialidad estatal del credo católico. Se partía de la "tesis" de que le religión católica, única verdadera, debía regir oficialmente y de ella dependía la ética pública, para admitir eventual mente la "hipótesis" de Estados pluralistas, en los que debía relativizarse esa verdad, para consentir un pluralismo religioso. Hoy el planteamiento parece haberse invertido: la "tesis" es la del pluralismo y plena indiferencia del Estado en materia religiosa, y la "hipótesis", la de las comunidades que han sido tradicionalmente católicas, en las que debe relativizarse aquel principio de indiferencia propio de los pueblos de tradición pluralista. Esta relativización de la "hipótesis", como en el caso de España, no consiste en negar el principio, de forma que se suprima la libertad de las conciencias y se fuerce a profesar la religión católica bajo amenaza de un mal intolerable, sino en adaptar prudentemente ese principio a la necesidad político de no perder la identidad histórica de un determinado pueblo, pues no habría más grave coacción que la de obligar a perder esa identidad. Esto quiere decir que tal comunidad podría excluir de el la las manifestaciones públicas de las religiones o creencias (también la atea) que aquella tradición excluía como erróneas y nocivas, sin vulnerar con ello la libertad privada de las conciencias. Porque no es lo mismo tener libertad para creer en una religión errónea que propagar públicamente lo que la propia comunidad considera nocivo, en detrimento de la unidad católica nacional. Porque lo que muchos no acaban de entender es que la unidad católica, aparte de ser conforme a la verdad, puede ser un bien público, que el encargado del orden público debe defender como bien político inexcusable.

De la misma manera que una familia católica o una asociación católica pueden excluir de ellas a los que profesan otra religión, y lo mismo hace la Iglesia con los que apostatan de ella, no hay razón para negar que pueda hacerlo igualmente una comunidad política como es el Estado. Quiere esto decir que una reducción de la ciudadanía -como algo más estricto acaso que la nacionalidad actual-, que implica plenos derechos a los católicos no alteraría radicalmente el principio de libertad religiosa proclamado por la Iglesia, sino que simplemente la relativizaria en su adaptación nacional, reduciendo la libertad de las conciencias a la esfera privada donde no afectaría al bien público de la unidad católica. Porque la exclusión de la ciudadanía de los que profesan públicamente ser no-católicos y la prohibición de las manifestaciones públicas de su error no pueden considerarse como coacción injusta de las conciencias, sino como precaución saludable en defensa de la identidad nacional. No hay razón para privar a la comunidad nacional de lo que nos parece justo para cualquier comunidad, que es la libre elección de sus miembros. Análogamente, he defendido en alguna ocasión que los objetores de conciencia, que se niegan a participar en el servicio de las armas, no deben ser castigados por su negativa, sino simplemente excluidos de una comunidad a la que no están dispuestos a defender con las armas como tal comunidad exige. Tampoco tal exclusión afectaría a la libertad esencial de los hombres.

Para ilustrar nuestro punto de vista pensemos en el supuesto de una persona cuya conciencia defiende la licitud de la poligamia. Si se le admite como ciudadano, aparte el escándalo que puede causar con su ejemplo, podría llegar a ser juez, y una de dos: o bien habría que coaccionar su conciencias para que sus sentencias fueran acordes con el orden público de la monogamia, o bien debería abandonarse este principio, con todas sus consecuencias legales, con grave quebranto de la ética nacional.

La conciencia de los no-ciudadanos no queda coaccionada por la negativa de la plena ciudadanía, pues no se cierra la posibilidad de que alcancen aquéllos otra en otra nación. Negar la ciudadanía no es un castigo, sino una cautela defensiva de la comunidad nacional. También la pacifica Suiza restringe muy severamente el acceso a su comunidad nacional. Y, si se trata de uno que ya es ciudadano al que se impone la pérdida de su ciudadanía por profesar públicamente el error religioso, el case no es esencialmente distinto de aquel otro que pierde su ciudadanía (y su nacionalidad) por militar en un ejército extranjero (que no está en guerra contra el propio de su Estado). ¿Acaso es más grave para la identidad nacional de un pueblo católico el militar bajo bandera extranjera contra un tercero que el profesar públicamente un error religioso incompatible con la tradición nacional?

Hay católicos hoy, en España, que piensan de otro modo. Para ellos, la exclusión de los no-católicos de la comunidad nacional sería una coacción contra el principio de la libertad religiosa, sin tener en cuenta que este principio se enuncia como "tesis", pero no debe aplicarse en perjuicio de la identidad político de España. Un católico español tiene el deber moral de defender la identidad tradicional, tanto más por cuanto la tradición nacional se halla identificada con la "tesis" que la Iglesia defendió a lo largo de los siglos.

De hecho, si observamos el efecto que ha tenido la interpretación de la libertad religiosa como principio absoluto, hemos de reconocer que sólo ha servido para debilitar la certeza y seguridad de los mismos católicos que lo defiendan.

martes, 23 de junio de 2009

Actitud Carlista: Bitácora Carlista II

Actitud Carlista: Bitácora Carlista II

Las mayas,

Las mayas.

La fiesta de «La Maya», el 2 de mayo. La Fiesta de la Maya, de gran tradición en la historia de Colmenar Viejo, gira en torno a las niñas y las flores y da la bienvenida a la primavera. La «Maya» es una niña ataviada con enaguas (normalmente herencia de bisabuelas, abuelas o madres) y camisa blanca, mantón de Manila (también suelen ser heredados) atado a la espalda, engalanada para la ocasión con múltiples abalorios, collares y flores en el cabello. Permanece sentada, muy seria y sin hablar, en un altarcito que previamente han preparado las madres y abuelas (cada vez con más participación de los padres) con multitud de flores que han sido recogidas del campo el día anterior a dicha fiesta, sábanas blancas y una colcha de telón. Junto a ella están sus acompañantes, unas niñas que, ataviadas de forma similar, aunque con el mantón de Manila colocado correctamente, se dirigen a los curiosos con un cepillo y una bandeja pidiendo dinero para la «maya», que es bonita y galana. Esta fiesta, tiene raíces paganas del culto a la naturaleza. Las edades comprenden desde un añito hasta los trece aproximadamente.

lunes, 22 de junio de 2009

LA ''VAQUILLA''



La "Vaquilla" y su fiesta está estructurada por tres fases sincrónicamente articuladas. Seguiremos, por orden, su lógica interna para poder apreciar con mayor nitidez las relaciones entre sus participantes, a medida que van transformando un armazón desnudo hasta beber la "sangre" del animal simulado. Unos días antes del 2 de febrero, día de la celebración de la fiesta, el grupo de mozos que van participando en esta fiesta desde hace años, se reúnen para iniciar los preparativos. Suele ser un grupo estable con pocas altas y bajas durante el año. Son grupos de mozos con edades comprendidas entre los 14 y 25 años. Poco a poco, estos grupos van perdiendo sus efectivos cuando los mozos se van casando (aunque algunos siguen estando casados). Ellos mismos dedicen reunirse, debatir sobre las posibles bajas y sobre avisar a sus madres respectivas para que empiecen a realizar sus tareas apropiadas para esta celebración. Existe desde hace años una tendencia a ver participantes cada vez más jóvenes, con edades comprendidas entre los 4 hasta los 13 años, con evidentes capacidades para la organización. Toda la gestión y organización corren por cuenta de sus madres. Suelen reunirse con frecuencia durante el año, intensificando sus actividades a medida que se acercan las fechas de la fiesta, debaten entre sí las posibilidades de altas de nuevos interesados para ingresar en el grupo de la "Vaquilla". Generalmente, unas dos semanas antes de la celebración de la fiesta, las madres se reúnen en el lugar elegido por ellas para llevar a cabo su propósito: vestir la "Vaquilla", un armazón de madera con varias "costillas" o palos forrados de donde colgarán vistosos pañuelos de seda y en cuya parte frontal colocan unos cuernos, algunos embotados con naranjas. Todo ello se complementa con tres mantones de Manila colocados en el lomo del armazón y los laterales del mismo. En la parte superior del armazón van cosidas unas flores de papel intercaladas con rosquillas. Finalmente, en la parte delantera, a la altura de los cuernos, se colocan unos broches y pendientes colgantes. Durante todo este período preparativo, destaca la laboriosidad de las madres donde aúnan esfuerzos de varias horas diarias para embellecer el armazón. Poco a poco el armazón se transforma en "Vaquilla". El día 2 de febrero, a primera hora de la tarde, varias "Vaquillas" toman las calles del pueblo. Durante dos o tres horas van a pasear al animal simulado con los siguientes personajes masculinos: - Los "vaquilleros": van vestidos con gorra visera a cuadros, pañuelo rojo al cuello, camisa blanca arremangada por encima del codo, faja azul, pantalón de pana negro recogido hasta cerca de la rodilla y alpargatas con cintas rojas entrecruzadas por medias blancas. Lleva unas correas entrecruzadas con campanillas a los lados y una honda en la mano. Forman un grupo compacto y homogéneo. Actúan de forma solidaria ante el esfuerzo. Cada uno de ellos debe soportar el pesado armazón durante un tiempo (aunque en algunos casos entre unos pocos, según el peso del armazón). Todos están supeditados a las órdenes del "mayoral". - El "mayoral": va vestido con sombrero andaluz, camisa blanca, chaquetilla corta, faja negra, boto andaluz, chaquetón colgado sobre el hombro izquierdo y con honda en la mano. Es único y destaca por ser el jefe del grupo. Su tarea de dirección se ve complementada por unos criterios físicos: estatura elevada, buena presencia y saber mandar. - El "taleguero": es el más joven del grupo y también un personaje único. Sobre un hombro izquierdo cuelgan unas alforjas donde se depositaban en el pasado los frutos de la cuestación. Por las calles de pueblo, la "Vaquilla" va simulando escenas de la vida del ganado en el campo. La "Vaquilla" intenta escaparse del grupo y entre todos procuran que no se escape, rodeándola entre los personajes. Todas van pasando por la plaza del pueblo donde los curiosos pueden observar cómo cada una de ellas baila la "Vaquilla", y finalmente, todas vuelven a su lugar de origen, donde se las "mata" con tres tiros de escopeta para, a continuación, beber su "sangre", una limonada que todos beberán, mozos, padres, amistades, etc.











viernes, 19 de junio de 2009

Virgen de los remedios, patrona de Colmenar.


Ntra. Sra. de los Remedios, Patrona de Colmenar Viejo. Fue descubierta en 1914 cuando, durante una reforma de la anterior imagen, llamada de vestir, se descubre oculta en su interior. Esta pequeña imagen responde a la tipología de Virgen sentada en un trono con el Niño sentado en su rodilla izquierda que históricamente tiene su período de esplendor a partir del siglo XII.La imagen no llega al metro de altura y está tallada en madera. Si el sol está presente el día en que se la lleva de vuelta al su ermita, se la pone un ''chubasquero'' para que el sol no estrope su cuerpo.

Como curiosidad, decir que que la corona que tanto ''La reme'' como el niño Jesús llevan, son obsequios de distintos joyeros madrileños que tienen por distinto motivos algo en Colmenar: Familia, amigos, ancestros.

Es tradición que el día que se la saca de su ermita, distintas familias del pueblo, cojan uno de los cuatro palos, durante un trayecto determinado. En alguno casos, ese palo lleva ''en manos'' de una familia en particular, décadas, y se puede ver a los jóvenes ayudando a llevar el peso de la imagen, a sus mayores.

Los mantones que luce en determinadas ocasiones, son obsequios de algunas familias de Colmenar a su patrona. Mi bisabuela, junto a sus hermanas, tejió uno hace más de medio siglo. Dicho mantón aún es usado.

El apodo con el que los colmenareños hemos nombrado siempre a nuestra patrona ha sido: ''La reme.''